EL LEVIATÁN EUROPEO







Todas las semanas, la cara compungida de un ínclito italiano se asoma a los televisores para flagelar las economías europeas. Reformas estructurales, recetas, medidas de ajuste, consolidación fiscal....expresiones ellas que, incardinadas en un discurso oscuro, ambiguo y técnico, brotan de sus labios para ser recibidas con temor por el gran capital, los ciudadanos de a pie y los gobernantes del viejo continente. La economía entera tiembla ante sus declaraciones, las bolsas suben o bajan según las arrugas de su cara, el tono de su voz decide el éxito o el fracaso de las subastas de deuda de los Estados.

Ante ello, en una mentalidad ínfimamente democrática deben formularse automáticamente al menos tres preguntas: ¿qué político es ese? ¿por qué atesora tanto poder en sus manos? ¿cuál es el origen democrático de su legitimidad? Las respuestas en este caso son tan sencillas como complejas: no es un político, nada ni nadie controla su poder y su origen no se fundamenta en legitimidad alguna. Es Mario Draghi, presidente de esas siglas tan manidas y odiadas del BCE.

El Banco Central Europeo del señor Draghi es un Leviatán indómito cuya inadmisible e ilimitada independencia constituye el escudo idóneo donde se protegen de la política el neoliberalismo más rancio y el pensamiento económico más ortodoxo. Desde la fría sede alemana (cómo no) se dirigen y controlan las políticas de austeridad que pauperizan al pueblo europeo y se somete al yugo de la vergüenza y el castigo injustificado a naciones enteras. La causa que permite la sinrazón actual no es otra que su intangible independencia.

Los dos órganos rectores sobre los que pivota la composición del BCE, el Comité Ejecutivo y el Consejo de Gobierno, gozan de una autonomía sin precedentes en los sistemas democráticos occidentales, justificada, al menos para sus defensores, por la elevación de la lucha antiinflacionista como objetivo último (y único) del Banco Central.<1> Evitar que los políticos acudan al BCE para realizar políticas expansionistas o financiar su propio déficit presupuestario, lo que aumentaría la inflación considerablemente, se convierte en el pretexto idóneo para consagrar la independencia de la institución. Como garantía, los doctos creadores <2> del andamiaje comunitario articularon en los Tratados y en los anejos Estatutos del BCE toda una serie de complejos mecanismos e instrumentos que a continuación intentaremos analizar.

La posición jurídica que a priori ostenta el BCE en el conjunto de la UE supone el primer peldaño de un firme edificio de garantías e inmunidades. La inclusión de sus prolijos Estatutos como protocolo anexo a los Tratados otorga al BCE una especial rigidez normativa en tanto su regulación reviste el mismo valor jurídico que aquellos, siendo necesario para su modificación el más alto grado de compromiso entre los Estados miembros. Es en estos rígidos Estatutos elevados al más alto valor normativo donde se configuran detalladamente las distintas formas de independencia.

Independencia institucional

El artículo 7 de los Estatutos establece que «ni el BCE, ni los Bancos Centrales nacionales, ni ningún miembro de sus órganos rectores recabarán ni aceptarán instrucciones procedentes de las instituciones, órganos u organismos de la Unión, de ningún Gobierno de un Estado miembro ni de ningún otro organismo». He aquí la piedra angular sobre la que gira la independencia del BCE respecto del poder político en sus dos niveles, comunitario y estatal, los cuales, además, se tienen que comprometer a «respetar este principio y a no tratar de influir sobre los miembros de los órganos rectores del BCE o de los Bancos Centrales nacionales en el ejercicio de sus funciones».

Es cuanto menos curioso el silencio que guardan los Estatutos en torno a los poderes fácticos o privados que sí podrían, y de hecho pueden, influir en el BCE y socavar su independencia. Se trata por tanto de una independencia institucional que solo se formula en relación con el temido poder político democrático, transparente y, sobre todo, soberano, pero que no guarda ninguna previsión en torno a otras posibles (y probables) oscuras influencias sobre una institución que, recordemos, es clave en el sistema bancario y financiero. Así, una recomendación pública del Parlamento europeo al BCE desata las iras de todo el entramado comunitario y puede conllevar hasta responsabilidades, mientras que una reunión secreta entre los miembros del BCE y destacados representantes de la banca (a la que tiene precisamente que regular) pasa completamente desapercibida, cuando no recibe elogios por «la confianza de los mercados».

Independencia funcional


La otra cara de la independencia del BCE viene constituida por su plena autonomía en el desarrollo de los objetivos propuestos sin necesidad de acudir a otra institución para hacer efectivas las funciones que tiene encomendadas. En este sentido es de destacar, y más en los tiempos que corren, la prohibición expresa que realizan los Tratados y los Estatutos de adquirir directamente deuda pública de los Estados miembros. <3> Como es bien sabido, una de las formas tradicionales de financiar la deuda pública de los Estados era recurrir a los bancos centrales, quienes a costa de aumentar la inflación resolvían temporalmente los problemas de liquidez de la res publica. Con esta prohibición se persigue ahora consolidar la estabilidad de precios y aumentar al tiempo la independencia del BCE respecto de las necesidades políticas, lo cual acarrea no pocos problemas que, en la actual coyuntura económica, dejan indefensa a una Europa asediada por los carroñeros y delincuentes de guante blanco.

Independencia personal


Sin embargo, todo ello sería papel mojado si no se proyectasen tales garantías también sobre las personas físicas que integran el BCE. En este sentido, el espíritu de los Tratados es claro: los miembros del BCE, incluidos los distintos gobernadores de los bancos centrales nacionales (que forman el Consejo de Gobierno), han de estar revestidos por una especial y radical independencia respecto de aquellos que los eligen (los dirigentes políticos). Para garantizarla, se establecen mandatos relativamente largos <4> y no renovables y unas causas de cese estrictamente tasadas y ajenas a criterios de oportunidad política. De este modo, por ejemplo, el cese de los miembros del Comité Ejecutivo solo queda reservado para el caso en que «dejaran de reunir los requisitos exigidos para desempañar sus funciones o si en su conducta se observara una falta grave», en cuyo caso sería el Tribunal de Justicia de la UE el legitimado para llevar a cabo la separación del cargo, siempre que así lo solicite el Consejo de Gobierno o ¡el propio Comité Ejecutivo! Es decir, no solo se priva a los poderes democráticos de su posible revocación, sino que además ésta solo puede darse por el cumplimiento de unos conceptos jurídicos indeterminados (¿qué es falta grave?) que deben ser examinados en sede jurisdiccional si, y solo si, el propio BCE así lo desea. Recurriendo al símil, imaginémonos que los miembros del Gobierno de España solo pudiesen ser revocados por el Tribunal Supremo cuando el Consejo de Ministros, del cual forman parte, diera su visto bueno y solo si tales miembros incurriesen en una falta grave considerada como tal por el Tribunal a falta de una tipificación más exhaustiva.

Privar al poder político de la facultad de cesar a los integrantes del BCE acarrea, per se, graves consecuencias desde el prisma constitucional, pues supone la quiebra del principio democrático que ha de informar todo el ordenamiento. Pero confiar a un órgano jurisdiccional tal facultad de cese sobre la base de difusos conceptos débilmente tipificados y, sobre todo, de manera potestativa, supone simplemente una aberración jurídica sin precedentes consentida y alentada en aras de la sacrosanta e ilimitada independencia.

Pero no queda aquí la cosa. Los miembros del Comité Ejecutivo, compuesto por el Presidente (que lo es también del BCE), el vicepresidente y cuatro vocales más, son nombrados todos ellos por el Consejo Europeo por mayoría cualificada para un periodo de 8 años improrrogables, debiendo ser elegidos entre personalidades europeas de reconocida experiencia y prestigio en asuntos monetarios o bancarios.<5> Ello posibilita y alienta el sinsentido de que los causantes de la crisis actual se sienten ahora en los cómodos sillones del BCE. Ex-banqueros como el propio Draghi, vinculado nada más y nada menos que a la caritativa Goldman Sachs, constituyen la tónica general en el seno del Banco.

La opacidad del BCE

Ahora bien, como hubiera sido simplemente escandaloso crear una institución con tan relevantes atribuciones y al mismo tiempo eximirla de cualquier control o responsabilidad democrática, los Tratados y los Estatutos contemplaron desde el inicio débiles mecanismos de control para dar un tenue barniz democrático a las actuaciones del BCE sin socavar ni un ápice, eso sí, su santa independencia. Mecanismos tales como la presentación de informes o la comparecencia ante el Parlamento europeo de los miembros del Comité Ejecutivo (sin posibilidad de influir en ellos con preguntas o sugerencias incómodas),<6> no dejan de ser meras formalidades que no atenúan el déficit democrático de la institución.

A la insuficiencia de estas medidas, más destinadas a la necesaria cooperación y equilibrio institucional que a un adecuado control democrático, se suma la opacidad de las decisiones del BCE. Los Estatutos<7> determinan la confidencialidad de las reuniones y deliberaciones de los órganos rectores del BCE y deja al arbitrio del Consejo de Gobierno la posibilidad de dar a conocer (que no publicar) los documentos emanados de aquellos. La regla general es que se podrá acceder a los documentos del BCE cuando pasen solo....¡30 años!, y siempre que aun así lo quiera expresamente el Consejo de Gobierno.<8> Permitámonos un ejemplo que quizá ilustre al lector esta anómala (por decir algo) previsión: imagínense que hasta 2042 no podremos los europeos (los que vivan todavía) conocer las decisiones en política monetaria que ha estado adoptando el BCE en la actual coyuntura económica. Por si fuera poco, se priva al Tribunal de Cuentas de la fiscalización de los ingresos y gastos de la entidad emisora,<9> la cual, además, aprueba directamente y sin control sus presupuestos.


Así pues, el BCE se constituye en una institución que goza de una autonomía sin precedentes, tanto desde el punto de vista propiamente institucional y funcional, como personal; tres manifestaciones de un mismo fenómeno que arroja serias dudas sobre la pervivencia del principio democrático en el guardián del euro y que reafirman su naturaleza hobbesiana en tanto poder incontrolado.<10> Como en el Leviatán del ínclito inglés, los súbditos, convertidos ahora en Estados, instituciones comunitarias y ciudadanos europeos, no pueden siquiera discutir las acciones de su soberano (léase Mario Dragui y demás técnicos de reconocido prestigio) ni acusarle de injusticias, pues éste se erige inamovible en tanto encarna directamente el interés general (ahora estabilidad de precios).

Nos guste o no, la política monetaria, como su propio nombre aventura, es política. Aunque se quiera crear una comunidad epistémica de técnicos economistas, sus decisiones no dejan de tener naturaleza política, en tanto derivan de una elección premeditada entre un amplio abanico de posibilidades y cuya influencia directa en la economía (y en el día a día de los ciudadanos) es evidente. Es en ese acto de elección discrecional «donde se encuentra la verdadera capacidad de decisión política del BCE»,<11> capacidad que, atribuida a una institución sin control alguno (y casi sin legitimidad), contraviene el principio democrático inherente en todos los sistemas constitucionales europeos.

Los técnicos y economistas miembros del Comité Ejecutivo o del Consejo de Gobierno del BCE se han erigido en los portadores del interés general que subyace bajo el eufemístico objetivo de la estabilidad de precios. Ellos son los que, sin legitimidad democrática y sin control institucional alguno, determinan buena parte del devenir económico de las naciones europeas. No responden ante nadie, no pueden ser separados y sus decisiones no pueden ser discutidas. No son, en definitiva, políticos. Y sin embargo toman decisiones políticas tan relevantes como, en ocasiones, secretas. Por ello, es una exigencia jurídica y una necesidad política reformar la institución monetaria europea, conservando, si así se precisa, un cierto grado de autonomía, pero eliminando de raíz una independencia inasumible constitucionalmente.

Una mayor participación del Parlamento Europeo, la posibilidad de revocación de los miembros de los órganos rectores por mayoría cualificada o el aumento de la transparencia de sus decisiones, acercarían más la institución a la adecuada profundización democrática que debiera acompañar la integración europea.


Notas pie de página



Gabriel Moreno González
Comisión de Justicia Fiscal y Financiera Global

ATTAC España

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