"La belleza salvará al mundo" Prólogo a "Beethoven y Dostoievski"

Por: Gabriel Moreno González


En 1945 un joven soldado francés paseaba por las ruinas de la que hasta entonces había sido capital de Alemania. Una Berlín ensangrentada, sucia y gris, tremendamente gris, iba pasando por su triste mirada. «¿Cómo hemos llegado a este punto?», se preguntaba sin cesar mientras olía aún la pólvora de la guerra, incienso de aquellos días. Toda la ciudad que durante tanto tiempo había sido el centro del pensamiento europeo quedaba reducida a unos cuantos muros agujereados por las balas que intentaban mantenerse en pie en medio de la devastación. El soldado, cabizbajo, paseaba meditabundo por aquellas calles sin nombre mientras las lágrimas caían al suelo gris y al frío barro. Y sin embargo, en medio del más siniestro silencio, una melodía familiar se empezó a abrir paso entre las columnas de humo y el olor a pólvora. Inexplicablemente, las tropas rusas habían colocado grandes altavoces en la ruinosa Puerta de Brandenburgo, de los que brotaba, con inusitada fuerza irrumpiendo en el silencio, la melodía más bella que hombre alguno pueda escuchar. Era Beethoven.

En aquella particular Novena Sinfonía, el soldado, de nombre Edgar Morin, encontró el sentido de su vida. Y es que allí estaba, en los precipicios de la historia humana, allí estaba la belleza pura, la música con la intención de proclamar bien alto el aforismo wagneriano «si tuviéramos la vida, no necesitaríamos del Arte. El Arte comienza justo donde termina la Vida». Porque en efecto, cuando ya no había justificación alguna para el existir después de Auschwitz, allí afloró el arte, justo donde terminaba la Vida.

En torno a ello parece girar también la historia de nuestro héroe, el inmortal Beethoven. Cuando su existencia se desvanecía, cuando había perdido el vigor que le caracterizaba y ya nadie le quería, viejo y sordo, enfermo y solitario, escribió aquella eterna melodía. Nadie podía creer que al final la belleza reinaría sobre su atormentada vida. Con su última sinfonía se reconcilió consigo mismo y, lo más importante, con los hombres. Si hay algo que caracteriza a Beethoven es su pertenencia a esa línea de pensadores y artistas, tan bien trazados por Steiner, que se han enfrentado, de uno u otro modo, a los misterios más profundos e insondables del hombre, aquellos que han intentado dar respuesta a sus preguntas más esenciales, aquellos que, en definitiva, han intentado situar al ser humano en lo inefable del universo. Para ello se han servido de las diversas formas del arte, como la literatura o la música, distanciándose de las corrientes imperantes en sus respectivas épocas y de los convencionalismos absurdos de sus disciplinas. Beethoven nos dirá al final de sus días que su obra no es más que un solitario diálogo con Dios, un puente con el misterio del hombre y su presencia en el universo. Toda su obra es el resultado de ese permanente diálogo, enriquecido, y no empobrecido, por los demonios que siempre lo persiguieron. Del poderoso drama que es su agitada vida partirá precisamente la fuente de la que emana su arte único e inigualable.

La falta de armonía, de una línea segura y estable en el devenir de su existencia, muy al contrario del positivismo imperante, la comparte con el genio ruso Fiodor Dostoievski, cuya frase más enigmática encierra para muchos el porvenir de la humanidad y que caracteriza, como ninguna otra, la esencia de Beethoven: «la belleza salvará al mundo». Con esta sencilla pero insondable sentencia, Dostoievski nos deja abierta la puerta del gran misterio que es el hombre.

¿Por qué la belleza? Pero, ¿qué es la belleza?

Acudamos a la memoria, a la historia. Recordemos sin temor las trágicas escenas que narrara en su día Beevor sobre el sitio de Leningrado, porque allí encontraremos las respuestas a tan presuntuosas preguntas.


Hitler siempre tuvo dos obsesiones: acabar con el pueblo judío y borrar de la faz de la tierra la ciudad de San Petersburgo, entonces llamada Leningrado. Era incapaz de comprender, simplemente, que un pueblo al que consideraba como raza inferior, el ruso, pudiera haber construido una ciudad que era la envidia en belleza, suntuosidad y cultura del resto de ciudades europeas. ¿Cómo ese pueblo esclavo, semejante a las ratas, había engendrado tal maravilla?

Por ello, en plena II Guerra Mundial y con el comienzo de la invasión soviética, Hitler ideó el siguiente plan: asediar la ciudad hasta dejar morir de hambre a sus habitantes para, después, destruirla hasta borrarla del mapa, piedra a piedra. Y el cerco a Petersburgo, a Leningrado, empezó. Meses y meses de asedio, de bombardeos y de aislamiento, constituyen quizás uno de los ejemplos más abominables y despreciables de la historia humana. Ni una mísera rodaja de pan logró entrar en una ciudad de millones de habitantes. Los siempre orgullosos petersburgueses vieron atónitos cómo el hambre iba poco a poco matándolos sin piedad. Los cadáveres se aglutinaban en las calles. Miles de personas morían día a día. Caballos, perros, ratas, y hasta el caucho de las ruedas, intentaban paliar sin éxito la sombra de la hambruna.

Pero la que fuera la ciudad de Dostoievski dio una lección al mundo. Después de ocho meses de hambre y miseria, en medio de su más trágica existencia, cuando es más, su propia existencia se balanceaba al borde del acantilado que es la historia, San Petersburgo, Leningrado, renació de sus cenizas gracias al arte, a la música. La ciudad comprendió el sentido de la frase de su más ilustre escritor y la reveló al mundo.

Aunque los bombardeos y el hambre no cesaran, un día los teatros abrieron. Mostraron todo su esplendor en medio de aquella vorágine de barbarie para recibir a cientos de pálidos y cadavéricos petersburgueses que aprovecharon la ocasión para desenterrar sus más lujosas galas. Una marea de fantasmas cerca de la inanición, al borde de la desesperación más absoluta, se acercó al teatro entre las calles destruidas. Pero, ¿qué locura fue aquella?


Iban, fueron, para escuchar música. Por un día, apartarían el hambre y la muerte para dedicar todos sus sentidos al arte. La orquesta tocaría la Sinfonía nº 7 de Shostakovich, compuesta durante el propio asedio en honor a San Petersburgo y a la resistencia del pueblo ruso. Como nos narra Beevor, fue un espectáculo macabro. Cuando los cadavéricos petersburgueses entraban en el teatro, el color oro del telón se reflejaba en sus demacradas caras, cuyos ricos vestidos no eran capaces de ajustarse a la nueva figura enflaquecida de sus dueños. Los músicos, detrás de los trajes y las galas, apenan podían sostener los instrumentos...

Y allí, como unos años después en la destruida Berlín, en medio del horror, comenzó la música. Nadie podía creer que aquella melodía, que aquella belleza, pudiera oírse en la ciudad sitiada que tras largos meses de asedio se debatía entre la muerte y la desesperación. La música seguía, los tonos subían y bajaban rozando el aire del teatro. Se veían las lagrimas caer de los párpados de muchos asistentes, emocionados por aquella melodía celestial. Gracias a la radio, el mundo entero quedó atónito al escuchar cómo, entre la prodigiosa música de Shostakovich, sonaban las bombas sobre la ciudad; al escuchar, simplemente, tanta belleza en medio de tanta crueldad. Pasados unos minutos, el director ya no pudo sostener la batuta, pero la orquesta continuó hasta que finalizó la sinfonía entre aplausos y desmayos de los asistentes. Son conocidas ya las historias que, al acabar la guerra, narraron los soldados alemanes que participaban en el cerco. A muchos de ellos, escuchando la radio, se les cayeron las lágrimas mientras sostenían el fusil que apuntaba a la ciudad desde donde partía aquella belleza.

El director de la orquesta, que apenas sobrevivió a la interpretación por el hambre que carcomía sus entrañas, se dirigió al finalizarla a uno de sus compañeros y le susurró: «aún somos los hijos de Prometeo»... Y en efecto, después de tanta sinrazón en aras de la razón absoluta, después de que el significado mismo de lo humano quedara mancillado en los altares de la guerra, el ser humano seguía siendo hijo de Prometeo. El arte, la música....la belleza al fin y al cabo, venció a la destrucción. Salvó al mundo.

¿Explica ello el aforismo inabarcable de Dostoievski que da título a este breve reseña? No. Por supuesto que no. Si no, no sería una reseña. Dejemos pues a la obra que nos complazca intentando desentrañarlo a través de la inigualable vitalidad de Beethoven, al que Schiller calificara como «maestro de Vida». Sea pues.


Accursio 2012




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